Soy artista visual y profesora de arte de la Universidad Católica; en ambas actividades llevo 25 años. Tengo contrato estable en la universidad, desde hace poco soy titular. Me costó sangre, sudor y lágrimas como a todos, pero pasó. Mi obra requiere mucho tiempo, por lo que la mayor parte de los meses del año estoy produciendo. Sin embargo, actualmente estoy en un momento particular de mi producción y de mi vida, debido al trabajo que ha significado mi muestra retrospectiva, así que este mes no he trabajado en el taller, porque estoy en una etapa de planificación más que de creación. Es un paréntesis en mi rutina. La bitácora Me fue bien con la bitácora. Soy bastante auto-observadora, así que no surgió nada que no hubiera visto antes. Por ejemplo, me parece evidente que los tiempos y órdenes del trabajo artístico no son similares a los del común de la gente que posee un trabajo más o menos tradicional, sino que los momentos para la casa, el trabajo y las clases se organizan de forma intercalada.
Mi trabajo es el asunto más importante de mi vida, sin embargo, durante el último tiempo he tratado de controlar esta compulsión. Si no lo hiciera, me quedaría en mi taller hasta las 1 de la mañana, pasaría de largo. Los sábados y domingos tengo que recordarme que tengo una casa y una familia para frenarme. Intento no llevar trabajo concreto para la casa, aunque hay cosas que puedo hacer allí como, por ejemplo, tejer, que es un trabajo portátil. También, en las mañanas hago todo lo que se relaciona con la escritura de textos, porque no hay nadie en la casa y me resulta más fácil así.
No me levanto, tomo desayuno en la cama y me quedo ahí, ya que sé que es el momento más tranquilo para escribir. Otra práctica ligada totalmente a mi producción es que intento concentrar la lectura. Los lunes reviso las memorias de grado de doce alumnos, aunque sea mucho trabajo, porque prefiero no hacerlo los fines de semana a menos que sea estrictamente necesario. Me parece que pasar los sábados y domingos leyendo textos de los estudiantes no es lo más estimulante, así que sacrifico los lunes desde la mañana hasta la noche. Si no termino de leer incluso pongo el despertador a las 6 de la mañana del día siguiente para terminar de leer los últimos textos antes de la clase. Soy una persona muy programada porque lo necesito para mi trabajo. Por ejemplo, si tengo que realizar una obra que está constituida por nueve paños de tejido, cada paño de tejido son trescientas líneas y me demoro por cada línea alrededor de una hora; sé que no puedo dejarlo al azar, porque tengo ocho meses y si no programo bien su confección, no llego. Entonces tengo que hacer más de un paño al mes, lo que se traduce en una cantidad de horas que debo respetar por día, ya que de otra forma no recupero el tiempo no trabajado al día siguiente. El horario humano no permite tejer dieciocho horas continuas. Así ha sido usualmente mi trabajo y ahora programé este “descanso" hasta el segundo semestre, pese a que trabajé durante enero. Fue un paréntesis dentro de este paréntesis más amplio. Hay muchas cosas que son imposibles de anotar en la bitácora y que pasan por mensajes con mi asistente durante todo el día. Ella es obsesiva y trabajólica como yo, así que da lo mismo si son las 8 de la mañana o las 11 de la noche -aunque intento no hacerlo- para hablar y preguntarle por distintas cosas.
Ella responde contándome en qué está trabajando. No hay día en que no me comunique con ella, ya que va regularmente al taller y nos encontramos. En el caso de que no esté produciendo obra, nos organizamos para realizar las actividades pendientes. En otras palabras, hay muchas cosas que funcionan constantemente desde el mensaje, el correo y que es imposible anotar cuándo ocurren. Si manejo, envío mensajes de voz, y si estoy en la casa envío mensajes de texto para ser lo menos invasiva posible. Las ocasiones que hablamos por teléfono son pocas para no molestar tanto, pero nos organizamos así. En la universidad permanezco sólo para las clases y para esos trabajos un poco obligados que una tiene que hacer en alguna comisión. Ahora pertenezco a la comisión de categorización e incorporación que revisa los currículums de los profesores que se incorporarán o cambiarán de categoría. Además, estoy en la comisión de calificación de la Facultad, que se dedica a ver los antecedentes de todos los docentes para la calificación que se produce cada 2 años. Esta segunda comisión significa una reunión semanal y harta lectura, trabajo que todavía no inicio, porque primero el rector tiene que nombrar a sus representantes. Intento permanecer poco en la Escuela porque es compleja, no hay donde estar. Pese a que tenemos oficinas, la cámara de desagüe tiene un problema que genera una terrible hediondez en el primer piso y el ambiente suele estar frío. No existe una secretaria que ayude. Tampoco las relaciones interpersonales son las mejores, no es un lugar donde existe una comunidad. No vives peleando, pero saludas y te vas. Tienes buena onda con algunos, y bastante indiferencia con otros. Creo que he cambiado de distintas formas. Hasta el año 2010 mi taller estaba dentro de la casa, básicamente no sólo por el dinero, sino porque tenía hijos pequeños y era importante estar, pese a que el trabajo se vuelve extremadamente lento con todas las interrupciones. Te interrumpen: “Un minutito no más”, pero sabes que cagaste, que perdiste la concentración. Es muy molesto. El dinero también era un motivo, porque he tenido que mantener mi casa sola y no es un asunto fácil con dos niños, así que arrendar otro espacio no era una opción. Sin embargo, insisto, la razón que más pesaba era la presencia. Cuando trabajas en la casa el ritmo es más rotativo aún, es decir, la posibilidad de detenerse parece más difícil, aunque sea necesaria. Estás pensando constantemente y no puedes hacerlo de otra forma, porque en algún momento de la vida te crecieron un cerebro y unos ojos que te impiden dejar de notar las cosas que percibes. En la casa sigo pensando, tomando nota y haciendo muchas cosas. Los últimos años surgió la posibilidad de tener asistente, básicamente por el presupuesto. Tuve asistentes antes para proyectos concretos, pero por menos horas y con una dedicación menor; en cambio, Fernanda está disponible para ayudarme en 20.000 cosas distintas.
Esto fue una opción familiar, es decir, está dentro del presupuesto familiar, porque es la única manera de comprar algo que yo no tengo: el tiempo. Fue bacán. Cuando cumplí 45 años –ahora tengo 48- pensé que, en el mejor de los casos, me demoro en promedio un año por proyecto. Si pretendo trabajar hasta los 75 más o menos, me quedan 30 trabajos por hacer, entonces debo seleccionarlos muy bien porque no puedo dedicarme a hacer tonteras, no puedo perder mi tiempo. Así que empecé a priorizar y a destinar tiempo a las cosas importantes, sacando rápido los trabajos menores. En el fondo, traté de optimizar los tiempos, sobre todo porque la década de los 40 y 50 son las más importantes en términos de producción para un artista, porque es el periodo más maduro. Estos años son vitales. No funciona siempre evidentemente, pero lo he tratado de hacer. También, aunque siempre lo he hecho, desde ese momento traté de ser más consciente de los proyectos que tomaba. Nunca he hecho las cosas a medias, ni pensando “da igual, total nadie se va a dar cuenta”, sino que me involucro con todo, por eso intento ser responsable. He tratado de redoblar este esfuerzo, de estar más atenta, lo que se potenció con la retrospectiva en el Museo de Bellas Artes. Fue un ejercicio que consistió en vaciar y exponer una parte importante de mi trabajo para luego preguntarme con qué quiero seguir, ver formas de distribuir los tiempos y pensar también en la calidad de vida. Los cambios tecnológicos facilitaron la potencialidad del contacto constante, lo que ayuda, pero también esclaviza. Recuerdo que cuando era directora de la galería MACCHINA entre 2010 y 2012 fue terrible: mientras preparaba una exposición importante para el MAVI, que significó mucha pega, era casi imposible tener una hora continua de trabajo en el taller, porque debía responder un correo, una llamada o aprobar algo. Hay que proponerse apagar el celular y avisar que no estarás disponible hasta cierta hora. En ese sentido, involucra autodisciplina. Antes enviabas un correo y no existía la cultura de responder rápido; la respuesta podía llegar 3 días después y todo estaba bien. Hoy en día no haces eso. Ya no se reciben 3 correos, sino 25 e intentas inmediatamente vaciar la bandeja de entrada para que no se acumulen. Finalmente te vuelves aparentemente más productivo, pero no sé si juega a favor o en contra de tu calidad de vida.
Por eso la autodisciplina es relevante, para frenarse. Acerca del trabajo El fin de mi jornada laboral, en términos de horas, corresponde al momento en que llego a comer a mi casa. Por lo general, ocurre en la noche, pero no tan tarde porque tengo seis gatas y una gata necesita medicamentos. Intento que no sea después de las 9, a menos que esté en un periodo que requiera de mucha producción y que, por lo tanto, signifique no dormir mucho. Trato de que no pase ahora, pero tuve que pasar de largo para la última exposición. También los fines de semana intento no ir al taller, excepto en estos periodos excepcionales de mucho trabajo. Hay ocasiones en que las mañanas de los sábados y domingos están destinadas a escribir. Pese a lo anterior, no existe un límite interno para mi actividad artística, es inseparable del resto de mi vida. Me puedo sentar a tomar nota cualquier día o instante si creo que debería hacer algo, así lo recuerdo. Estoy llena de listas “to do” en formato analógico y digital, pero sobre todo del primero, porque me encanta rayar el papel. La identificación con mi trabajo siempre ha sido de este modo, desde la universidad. Cuando estaba en primer año tuve la típica crisis donde te cuestionas, porque sientes que el arte no le importa ni le ayuda a nadie y que es una huevada egocéntrica. Desde este punto de vista, me parecía terrible ser artista. Nunca pensé renunciar al arte, pero evaluaba la posibilidad de desarrollar una carrera paralela con educación diferencial para ver cómo estas herramientas podían ayudar a otros. Sin embargo, tuve un momento de introspección y autocrítica, y llegué a la conclusión de que era inevitable que fuera así.
No sé si mi obra tendrá una función más concreta y directa para el ser humano, desde el primer año en la escuela nunca he dejado de hacer obra, ningún semestre de mi vida. Mi producción funciona de manera similar a mi cabeza: la planificación es rápida y constantemente tengo muchas ideas que no puedo concretar por falta de tiempo. Nunca pasé por el típico bajón de que terminas una entrega y al día siguiente no sabes qué harás, porque ya tenía dos o tres ideas para después. En ese sentido, he sido un poco máquina, no he parado. Siempre hago el mejor esfuerzo con mi trabajo, intento no hacerme la lesa con algo. No puedo soportar la actitud de: “Oh, hay una mancha allí, pero nadie la va a notar”. De todas formas, pasa, pero se debe a que con los años vas calibrando y te percatas que el ojo propio no es igual al del resto. La mancha de color blanco sobre fondo blanco nadie la verá, así que no es necesario rehacer todo desde el principio. No obstante, hago mi mejor esfuerzo, lo que el trabajo necesita, no tiene relación con lo que yo quiero. Hay ciertos proyectos que demandan plata, tiempo y esfuerzo físico, y pese a que este último me tiene mal, lo realizo porque así debe ser. Tengo problemas con el hombro y la espalda por el trabajo. Aparte de estos dolores más crónicos, a veces sufro de las muñecas y de los dedos, aunque depende de la época. Por lo mismo, creo que se me pasa la mano. El reconocimiento externo es gratificante, pero no le creo mucho. Pienso que los premios pertenecen a un contexto y, en ese sentido, no le presto mucha atención, soy “quitada de bulla”.
Quizás se debe a mi formación en una casa alemana, eso es bien protestante. Mi familia no es religiosa, sin embargo, posee una ética del trabajo donde no importa lo que está pasando al lado, ni lo que están haciendo los otros, pues el trabajo consiste en superarte a ti mismo. Cuando fui a Venecia me entrevistaron bastante y una de las preguntas solía ser: “¿Y ahora qué?”. “¡Ahora nada! Me levanto igual y voy a la Escuela a hacer clases”, era mi respuesta. No es como si hubiese llegado a algún lugar y si lo hice, es una posición súper frágil. Mi propósito siempre ha sido hacer el trabajo lo mejor que pueda. Sé que llegué a un lugar muy bueno, no soy ciega. Además, es bonito cuando recibes un reconocimiento, que la gente asista, te salude y te envíe mensajes, pero vivo separada de la farandulilla, no me interesa mucho. Más que fracasos, creo que hay un punto donde se ajustan las expectativas. En mi caso, opté por quedarme acá en Chile porque tuve mis hijos cuando estaba muy joven. Entonces acepté que, si vivía y producía aquí, definitivamente hay lugares a los que no llegué por un tema de contexto.
Sé que no estaré en la primera liga. Finalmente, entre las posibilidades que podía desarrollar, opté por producir acá, lo que ha tenido hartas ventajas, principalmente porque un trabajo que está basado en la manualidad es difícil realizarlo en otra parte. Si estuviera en Nueva York lo tendría todo cerca como, por ejemplo, las tiendas fantásticas de Blick art materials que tienen la tontera que pensaste cómo solucionar durante 2 meses a 2 dólares. Sin embargo, eres una artista entre ocho millones más por lo que resulta muy difícil destacarse. Además, sería imposible pagar asistente allá. En Chile eres un poco cabeza de ratón, que no es tan malo, y desde aquí puedes ir a ciertos lugares donde nadie te conoce. Básicamente entiendes cómo poner en funcionamiento tu trabajo y hasta dónde va a alcanzar, así que no lo veo como un fracaso, sino más bien consiste en renunciar a ciertas cosas desde un principio de realidad. Si algo no resulta, busco otra posibilidad pues lo que me importa es que el día que muera diga: “Hice siempre el mejor esfuerzo”. A propósito de lo que mencioné acerca del cuestionamiento de la función social del arte, me he percatado que a través de la docencia realizo parcialmente este rol, más allá de la eventual posibilidad de que mi trabajo produzca algo en una persona. En la universidad imparto clases de taller y memoria de grado, es decir, básicamente guío los proyectos de los estudiantes que cursan su último año. La docencia posee una dimensión material que permite mantener mi casa y, a la vez, una dimensión de contacto que me procura una actitud crítica y bastante informada sobre lo que está pasando, pues finalmente los estudiantes inquietos te muestran cosas constantemente. Además, en general en el ámbito social suelo aislarme, así que es un momento para contactarme con el mundo. De todas formas, intento conservar una balanza en torno a mis tiempos de soledad. Me gusta ir al cine, por ejemplo. Por otra parte, cuando más veo series es mientras trabajo porque dejo los capítulos reproduciéndose. Tejo, bordo y escucho las series, es un doble placer, lo paso muy bien. Pero si es muy buena visualmente, la guardo para verla con detención. Además, a veces necesito vaciar el cerebro y no ocurre si estoy en silencio porque me escucho constantemente.
Esto me da un tiempo de evasión. Si hay algo con lo que no dudo en endeudarme es con la obra. Es una inversión que, si debe pagarse con tarjeta de crédito, se paga con tarjeta de crédito. He tenido la posibilidad de ganar fondos y becas que aprovecho, pero una siempre sale para atrás con el dinero. Supongo que no hay FONDART que resista, siempre es más lo que una necesita. El mercado chileno funciona más para los pintores. El coleccionista chileno tiende a ser conservador y si bien varios logran vender sus obras, a veces se vuelven esclavos de este sistema, porque dejan de investigar debido al riesgo de cambiar y dejar de gustarle al mercado. Si pierdes ese dinero, ya no pagas la luz de la casa. Parece cliché, pero es así. En mi caso, no vendo muy seguido, pero vendo más o menos bien porque mis obras son grandes, entonces no son baratas. El dinero que gano lo empleo como una ganancia extra que aprovecho para arreglar el techo de la casa, por ejemplo, o para invertir en mi trabajo, por ejemplo, si vendo algo y con eso puedo pagar el pasaje para ir a alguna feria. Sobre el ocio Es difícil definir cuáles son mis tiempos de ocio porque son cosas que no tienen nada que ver con mi actividad artística. Si hay algo que me gusta mucho es jardinear y no está anotado en la bitácora. No lo hago todos los días, sino que una o dos veces a la semana riego mis plantas, les saco las hojas secas y limpio el macetero. Ahora estamos dedicando tiempo al cuidado de la casa, pintamos varias paredes y arreglamos el techo. Después de los trabajos del maestro, todo quedó lleno de aserrín y polvo que se metieron por detrás del clóset, así que el sábado estuve 12 horas aspirando y metiendo mi ropa a la lavadora. En otros momentos de mi vida, tejer es otra actividad que hago, aunque ha sido por trabajo y ocio al mismo tiempo. Me ha costado retomar la lectura ociosa. Por un lado, debo leer los textos de la Escuela que básicamente no es leer, es como sufrir.
Por otro, dado que estoy trabajando con texto en mi obra, selecciono los libros que me interesan, tomo apuntes mientras leo, uso banderitas de post-it para marcarlos y anoto las cosas que más me sirven en libretas que tengo para cada uno. No puedo disfrutarlos simplemente. Realmente estoy sufriendo en este minuto, porque quiero sentarme a leer una buena novela y me cuesta debido a que la textualidad está involucrada en mi trabajo. He disfrutado mucho de la lectura en mi vida, pero ahora sufro con los libros feos, las tipografías asquerosas, los que traen dobles espacios o interlineados malos. Por otro lado, durante el último tiempo me reencontré con la música. Antes no escuchaba música cuando trabajaba porque me perdía en las canciones y sentía que era una falta de respeto no prestarles atención, aunque suene tonto. Ahora intento mantenerme alerta para escucharla. Otra actividad de ocio que realizo usualmente es caminar. Voy a pie a la Escuela, lo que me toma media hora de ida y otra de vuelta. Si tengo que ir a Irarrázaval por algún trámite son 20 minutos. Me gusta caminar porque adoro estar sola, cosa que es difícil de entender para la gente cercana, pero bueno, lo paso muy bien conmigo misma. Me ha costado entender el ocio como un aporte pues por mucho tiempo pensé que era una pérdida de tiempo que me impedía avanzar con mi trabajo. No obstante, me di cuenta de que pienso mejor cuando hago otras cosas. Hace unos meses tenía que decidir si iba o no a Arco en febrero, lo que significaba dinero que había que invertir y tiempo que no quería estar trabajando debido a esta pausa que me propuse. No sabía qué hacer hasta que agarré un tarro de pintura, me senté en el suelo, corrí las plantas y pinté el patio interior de mi casa, y se aclaró todo en mi cabeza. Dije: “Ya, voy a ir porque es un momento importante y es una inversión, ya que me gustaría sacar una parte de esta muestra fuera de Chile”. Finalmente pienso mejor cuando muevo las manos. Tengo la impresión de que existe una mirada sobre los tiempos de ocio que los califica como una pérdida de tiempo y de poca productividad, particularmente porque el mundo busca la rapidez y la eficiencia. Si una persona va a la piscina todas las tardes es un flojo, y si yo dedico muchas horas a mi trabajo también está mal. Entonces es difícil encontrar el punto medio. Varios colegas me molestan porque creen que soy una masoquista, aunque en realidad disfruto mucho lo que hago y me siento privilegiada por dedicarme a lo que me gusta. Es verdad, me canso y me duele el cuerpo casi permanentemente, pero no muero. A las personas les cuesta entender que uno se dedique con tanto compromiso a algo. En general los artistas son súper comprometidos con este trabajo porque es una opción de vida que no es fácil de tomar. Sin embargo, para las mujeres es más difícil que para los hombres, hay un factor machista. Me tocó vivirlo cuando mis hijos eran pequeños y asistían al jardín infantil: si viajaba por alguna exposición, era una mala madre que los dejaba con su papá o su abuela y no se preocupaba de ellos. Es asqueroso. Desde mi experiencia, creo que es mal visto que una mujer tenga este nivel de compromiso con su trabajo, cosa que no les ocurre a los hombres. Todos piensan que une mujer es neurótica si alza la voz en una reunión y se enoja, pero si es un hombre se dice que tiene personalidad y carácter. Hay un doble discurso. Considero que no hay tiempos no productivos. Todo sirve, aunque depende para qué. Si salgo a caminar o hago trekking porque me encanta la naturaleza indudablemente me sirve para el alma, para percatarme de lo minúsculo que somos y el lugar que ocupamos en el mundo. Cuando caminas y sientes el aire más fresco, escuchas el sonido de las hojas que pisas en otoño o te fijas en la persona con que te cruzas en la calle, eso ya sirve. Hacer una actividad que te permita estar en el presente, aquí y ahora, sirve. Es difícil pensar que una actividad sin un objetivo previsto será inútil. Estamos vivos, así que aprendemos todo el rato. Tanto el proceso de producción como el resultado material son importantes cuando hago una obra. Si pensara que sólo es relevante tener una obra lista, bonita y colgada, probablemente no trabajaría como lo hago. Entiendo mejor mi trabajo en el proceso de creación pues ahí pasan muchas cosas que me llevan a pensar más obras; no me concentro únicamente en cómo va a quedar. Por ejemplo, la primera vez que calé fieltro me percaté que un resto era muy bonito, así que lo guardé y años más tarde lo usé para otra cosa.
Si hubiera mandado a calar en láser, nunca me podría haber dado cuenta de ello. Eso aprendí a hacerlo hace tiempo. Este tipo de cosas puede pasar en cualquier momento, por eso mencioné que uno no deja de aprender o pensar. Intento estar atenta todo el tiempo. Ahora junto insectos que encuentro mientras camino por la calle y, aunque tengo un proyecto, no sé exactamente qué haré con ellos ni cuándo tendré tiempo. Cuando una es artista trata de vivir lo más conscientemente posible porque no sabes el momento en que surgirá algo que te servirá para tu obra o para otra cosa en la vida. Soy optimista en la vida, pero todos los días tengo consciencia de que me voy a morir. Mi preocupación es que cuando muera sienta que hice todo lo que tenía ganas de hacer y que estoy lista para partir. No es una preocupación tan trágica. Hay todo un ámbito de cosas al que ya renuncié: no estudié biología, no fui entomóloga, aunque hubiese sido bacán dedicarme a eso. No obstante, ahora dibujo los insectos y los fotografío. Experiencia biográfica Nunca he tenido un descanso obligatorio, es decir, por enfermedad. Me las he arreglado de una u otra forma para trabajar porque –fuera de broma– tengo lumbago desde los 30 años y migrañas desde los 12 años más o menos. El dolor es una constante en mi vida, aunque obviamente hay gente que sufre mucho más y no pretendo compararme con esas personas. He pensado qué haré el día que ya no pueda trabajar y probablemente me dedique a escribir. Siento que la escritura va a llegar en algún momento de mi vida cuando mi hombro presente algún problema mayor o la tendinitis no dé para más y no cuente con ayudantes que sean una extensión de mis manos. La enfermedad está presente, no está en una nebulosa. En mi vida las vacaciones, los feriados y fines de semana históricamente han sido: “¡Qué rico! Voy a poder ir más rato al taller”. El jueves termino mi última clase, así que tengo viernes, sábado y domingo para hacer cundir mi tiempo, y el lunes volver a la Escuela. Ha sido siempre esta lógica. Los momentos de vacaciones reales son pocos pues la mayor parte de los viajes son por trabajo. Cuando puedo llevo a mis hijos, aunque son pocas las veces que me he dado ese espacio. Recientemente he tratado de darme más tiempo para mí misma y aunque me ha costado, ha sido súper bueno, porque se dan conversaciones profundas con mi pareja o mis hijos que finalmente son importantes para mi producción. Sé que espacios como esta pausa que me estoy tratando de dar son positivos y por eso me había propuesto no hacer obra, para obligarme a remirar y reevaluar. Si estoy sentada mirando por la ventana en Valparaíso, no es que esté perdiendo el tiempo, sino que probablemente esté pegadísima viendo cuántos colores tiene el mar y dónde está la división entre el cielo y el agua. Hay un punto donde se borronea la línea y no puedes fijarla. El día que me quede ciega no sé qué va a pasar, pues paso viendo o midiendo. Tenía ganas de tener hijos. Lo habíamos conversado en esa época con mi pololo (con quien después fue mi marido) y resultó que se adelantó un poco: Martina nació cuando tenía 23 años. Me hizo bien tener hijos mientras estaba joven porque siempre me vino bien esa energía. Estuvieron integrados a todo, desde que los fotografié. Martina estudió arte, aunque no sé si se dedique a ser artista. El año pasado me ayudó a preparar los murales de servilletas con doble faz. Por otra parte, Javier me ayudó con el montaje. Lo único que quería era aprender a montar para cuando yo no pueda hacerlo. Está convencido de que tiene la responsabilidad de cuidar ese patrimonio.
Él no estudió formalmente nada aún y dudo que lo haga, porque pertenece a una generación que viene con otro formato. Ha estudiado cursos breves de distintas cosas y ahora se dedica a la permacultura, tiene cultivos para reproducir distintos tipos de semillas. Durante mucho tiempo intenté mantener a mis hijos separados de mi vida artística. Al principio les tomaba fotos, pero nunca fue una oda a la maternidad, sino más bien eran mis objetos de estudio. Yo creo que lamentablemente todas las mujeres que hemos sido madres tenemos una culpa que viene profundamente grabada en el corazón debido al tiempo que no destinamos a estar con ellos. Sin embargo, hace tiempo me reconcilié con ese sentimiento porque entendí que soy artista. No sé si les hizo mal o bien, pero al menos les he dejado un ejemplo de compromiso de dedicarse a lo que uno quiere. A veces pienso que es contraproducente porque mis hijos me han visto trabajar tanto que no es lo que quieren hacer en su vida, me dicen: “No quiero trabajar tanto como tú”. Durante varios años tuve el taller afuera y mi actividad artística no estuvo tan ligada con mis hijos.
No obstante, con la retrospectiva me percaté que no era verdad, que nunca se separaron, como cuando vi a Javier montando las fotos donde él estaba pequeño lavándose los dientes. Finalmente, ellos me han visto trabajar toda la vida y eso se traspasa solo. Hay una manera de entender el mundo que está permeada por este quehacer. Nosotras abrimos los ojos de nuestros hijos al mundo y sólo podemos hacerlo desde lo que hacemos. En este sentido, lo que observen va a estar filtrado y eventualmente tendrán una resistencia hacia esta perspectiva, porque a veces los hijos quieren ser lo contrario a uno. Los marcamos desde el principio para bien o para mal. Si no me despiden por un motivo particular, debería hacer clases en la Universidad Católica hasta los 65 años porque allí hombres y mujeres jubilan a la misma edad. No creo que jubile de hacer obra, quizás solamente cambie y realice menos con el tiempo. Me programé para pagar mi casa antes de jubilar; cuando se me presentó la oportunidad reprogramé mi crédito hipotecario para terminar 5 años antes de lo acordado. Fue bueno porque podrán ser 5 años más para ahorrar, insisto, si no me despiden. Mi casa es antigua, así que es grande. Por lo mismo, he pensado que cuando mis hijos se vayan, me llevaré el taller para allá, pero por ahora voy a arrendar una bodega para guardar mis materiales. En el fondo, cuando no reciba el sueldo por docencia, no podré arrendar una casa aparte para el taller. No he planificado más que eso, aunque nunca he pensado que alguien va a solucionar mi vida.
Es la primera vez en mucho tiempo que tengo una pareja que vive conmigo y que pagamos las cosas juntos, pero en general mi vida ha sido pagar todo por mi cuenta. Cuando tienes dos hijos y debes mantener una casa sola, si no te programas, ¿cómo lo haces? El dinero no cae del cielo, no va a aparecer mágicamente. Yo soy una artista “hormiga”, que no se come todo hoy para tener que comer mañana.